La Lima de los dos corazones


Quizás me gusta Barcelona principalmente porque no me recuerda Lima. ¿Qué sería de mí si Lima apareciera todo el tiempo en forma de esquina, de edificio, de acantilado, de bomba lacrimógena? Creo que sería insoportable. Por ejemplo, despertarme en la mañana, salir a buscar unos cruasanes y encontrarme con una mano de niebla introduciendo sus dedos en la melena de un árbol. Moriría de nostalgia y eso conllevaría ardor estomacal, dolor de garganta y herpes labial.
    Ya tengo bastante con extrañar a mi familia -he pensado siempre-, Lima, ese inmenso elefante empolvado de arena, no debe venir a verme.
    No es fácil. A veces me despierto, abro la persiana y mientras va subiendo, pienso: ¿estará Lima allí? El cielo azul y las paredes recién pintadas de sol ilustran perfectamente su ausencia. Ni que hablar del acento de la gente, del mío, tallado de palabras profanas: sabes, hostia, guai. Cada una de estas palabras me aleja del enfermizo y húmedo recuerdo de mi ciudad natal o, más precisamente, de su presencia.
    Antes, cuando vivía en el centro antiguo de Barcelona, plagado de turistas, a veces oía a algún peruano, a alguna limeña, entonces me subía el cuello del abrigo, notaba cómo abría mis ojos hasta que me dolían las cuencas, ¿quién se cree con el derecho de traerme un trozo de Lima? Huía, cruzaba en rojo, me perdía en un corro de ingleses, intentaba hablar en catalán.
    He pasado años diciendo que Barcelona me gusta porque es cosmopolita y moderna. Yo diría que nada de eso tiene consistencia. Me gusta, sobre todo, porque Lima no está aquí. O no estaba. Incluso cuando vamos a comer a un peruano, un acto deliberado de nostalgia, los que te atienden son del norte del Perú y Lima sigue estando Panamericana abajo, muy lejos.
    Hace unos meses nos mudamos a un barrio que se llama Gràcia, un barrio lleno de plazas, de familias jóvenes, de calles tan poco circuladas por los coches que parecen todas peatonales. Calles con arbolitos y talleres, tiendas y bares a ambos lados. Aquí los turistas parecen perdidos, como cuando uno busca la salida del metro en el aeropuerto de Barajas. Este no es barrio de turistas ni inmigrantes, solo gentiles y extranjeros. Entonces vivo tranquilo, disfrutando del silencio de las calles vacías, de la buena onda de la gente, del comercio local y de estar cerca de todo, y, por supuesto, lejos de Lima.
    O así vivo casi siempre.
    Lo diré claramente: Lima está dentro de mí, como la guerra estaba dentro de Nick Adams en «El río de los dos corazones».
    Un domingo salí a dar una vuelta a la manzana. Algo raro, siniestro, empezó a ocurrir. La piel áspera, el calor en el inicio de la lengua. Al fondo de la callecita había una plaza en forma de medialuna. En la placita, un árbol frondoso me atravesó el alma de lleno. No tenía escapatoria. Yo mismo, como el detective Lönnrot en el cuento de Borges, había cavado mi propia tumba: Lima, sonriente, como un bandido astuto, me esperaba al lado de una banquita unipersonal tapizada de cagadas de paloma.
    No recordé sino que volví allí. También era domingo, habíamos comido en casa, en San Isidro, con la familia. Mis primos y yo bajamos a buscar un parque: algo muy limeño. Caminamos por Jorge Basadre, porque yo, que era del barrio, los quería llevar a un parque muy grande entre Basadre y la Javier Prado, ahí había buenos árboles para imaginar arcos y jugar "mete gol tapa" hasta que no viéramos la pelota. Sin embargo algo ocurrió aquella tarde, uno de mis primos tiró la pelota fuera de los límites del parque y ésta rodó por una callecita. Fui a buscarla y me encontré con mi destino: una plaza en forma de medialuna, con un árbol frondoso y una banquita tapizada de cagadas de paloma. Cogí la pelota, casi enfermo, débil, con un dolor que no entendía, tenía diez o doce años. Me puse a llorar. A partir de entonces, cada vez que podía me iba solo a esa placita a llorar largo y tendido. Nunca supe por qué lloraba. Nunca hasta ese domingo en que fui a dar una vuelta a la manzana y encontré la misma plaza en forma de medialuna, el mismo árbol, la misma banquita tapizada de cagadas de paloma en Barcelona. Desde entonces, como esta mañana, voy a esa plaza y el corazón se me empieza a encoger y temo que quizás desaparezca o, peor, que se parta en dos como el corazón del río de Nick Adams. Cuando no puedo más, me limpio las lágrimas, recojo la pelota y vuelvo al parque. Vuelvo corriendo, como si huyera.︎